“Ya he salido de casa. Voy en el autobús y me encuentro a la altura de la parada… Ahora estoy caminando por el parque y en dos minutos te pico al timbre”. Fueron tres las llamadas de móvil efectuadas en cuestión de veinte minutos por una compañera de mi hija para comunicarle banalidades, pues lo relevante era encontrarse a la hora y en el lugar establecido, y no el relato previo y en directo del recorrido llevado a cabo hasta ese momento. Quizás sea debido a que llevo algo más de dos décadas realizando guardias periódicas en las que uno tiene que permanecer localizable ya sea a través de emisora, buscapersonas o móvil, pero el caso es que pertenezco a ese bajo porcentaje de la población que, como se indica en el reportaje titulado "Vivir sin móvil" (Magazine,18/XII/2011), no tiene teléfono móvil. En caso de necesidad, fuera del trabajo utilizo el de mi esposa o el de mi hija. El problema no radica en la existencia de ésta u otras herramientas tecnológicas que, sin duda, contribuyen a facilitarnos la vida, sino en el uso inadecuado de estas. Como en tantos asuntos, lo que hace falta es moderación y sentido común.
Cuando al inicio de los años 50 mi padre decide abandonar la vida en el campo y desplazarse desde su aldea en el Occidente de Asturias a la parte central de la región para trabajar en las minas de carbón, había oriundos de la zona (en la que yo nací) que tildaban de 'coreanos' y miraban por encima del hombro a los que, como él, acudían al lugar en busca alternativas. El amor y aprecio por lo propio, ¿es incompatible con la valoración y cortesía hacia lo ajeno? ¿Qué beneficios sociales procuran los discursos políticos basados en la descalificación y desconfianza indiscriminada hacia los vecinos? Ni la nacionalidad, ni el idioma, ni el color de la piel, ni las creencias religiosas, ni las diferencias culturales deberían ser obstáculos que impidan la cortesía y convivencia entre las personas.