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Llama
la atención escuchar a personas con responsabilidades políticas e
institucionales decir que la política debe prescindir de una compañía tan
nefasta como la corrupción y que los cargos electos no están para servirse de
la ciudadanía, sino y, contrariamente, para servir y trabajar en beneficio de
ésta. Declaraciones de esta naturaleza tras casi cuatro décadas de democracia,
denotan el alto grado de asimilación, connivencia y pusilanimidad social
sedimentado en torno a las malas prácticas. Aun siendo mejor tarde que nunca,
en realidad existen dudas razonables respecto a la capacidad de corrección y
reeducación de quienes portan el virus de la deslealtad, desfachatez y codicia,
pues la resistencia alcanzada por éste después de largos años de permanencia en
el organismo es muy elevada.
Otra
cuestión que retumba y contribuye a rasgar el tejido de la ética social es la adaptación de las normas a la herrumbre moral generada en el entorno político, la aplicación de una capa legislativa que ofrezca
protección y validez a los comportamientos oscuros e indecentes. Así, cuando el
desempeño simultáneo de actividades públicas y privadas es causa de
exclamaciones y reproches, solo hay que buscar un vestido blanco y darle el visto bueno.