Las noticias acerca del fraude fiscal y la economía sumergida nunca han sido cuestiones que causaran demasiada desaprobación y desasosiego entre la población, más bien y al contrario, actitudes con las que sacar pecho, actividades dignas de aplauso, admiración o envidia. Es decir, los ciudadanos hemos sido conscientes y, en mayor o menor medida, partícipes activos o pasivos en la misma.
Aún
recuerdo la contrariedad sentida cuando, hace unos dieciséis años, decidimos dar
el paso del alquiler a la adquisición de la vivienda, ya que amistades y
compañeros de trabajo coincidían en el
mismo pronóstico: comprar una vivienda sin pagar un porcentaje sustancial del
importe total “en dinero B”, sería una ardua tarea, un
bonito sueño. Por fortuna, y tras
navegar contra viento y marea, fue posible llegar a buen puerto.
Desde
la ingenuidad no lograba entender por
qué se transigía y colaboraba con esa práctica, por qué se asimilaba con total
naturalidad el abono por debajo de la mesa del salario neto de un año, cómo era posible semejante connivencia
social y política ante un fraude de tal calibre.
Los
últimos 20 años de actividad laboral de un vecino fueron desarrollados alternando los contratos de trabajo entre dos
empresas, y una de ellas siempre le abonó buena parte del salario fuera de
nómina. Recientemente, un conocido me dice que lleva varios meses trabajando en
el interior de viviendas de manera sumergida; comen a diario y tienen que pagar
la hipoteca. La carta de una lectora publicada hace unos días en el País,
denuncia que a su hijo le ofrecían dos trabajos de camarero, aunque ninguno con
contrato laboral.
Si
la ciudadanía contempla conductas punibles en quienes desempeñan cargos
institucionales sin que las mismas tengan consecuencias, si los fraudes
voluminosos gozan de salvoconducto y si la economía de las familias es cada día
más precaria y apretada, es obvio que sólo pagará quien no tenga oportunidad de
librarse de las deficientes y selectivas redes fiscales.
Consecuencias
consustanciales al modelo de sociedad
impulsado, donde los objetivos particulares prevalecen sobre los generales,
donde para alcanzar el poder y el lujo se justifica lo inexcusable.