Hace
poco leí un artículo de Lucía Etxebarría en el que, sin entrar a valorar u
opinar acerca de la conveniencia o no de prohibir el ejercicio de la
prostitución, hacía una reflexión sobre las fustigantes huellas emocionales
arrastradas por muchas de las personas que han prestado servicios sexuales por
necesidades o intereses económicos (no por secuestro o sometimiento). El día
anterior, y con motivo de la entrada en vigor de ordenanzas municipales que
limitan y sancionan el ejercicio de la prostitución, había visto un debate
televisivo centrado en una cuestión que, de manera recurrente, salta
al candelero. En mi opinión, las medidas aisladas y dirigidas a reducir u
ocultar los síntomas están condenadas al fracaso, pues, sin incidir y modificar
las circunstancias de fondo, ¿no se queda todo en un tratamiento de
cosmética? O se resuelven las graves situaciones de pobreza,
marginalidad, desamparo social que envuelven y atenazan a millones de seres
humanos, o el abuso, la codicia, la humillación y la indignidad continuarán
campando a sus anchas.