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Una ciudadana llama por teléfono a un programa de radio y, empleando
un tono impregnado de emoción y satisfacción, deja grabado un
mensaje en el contestador: soy muy feliz porque gracias a mi donación sé que unos niños van a comer. Aun tratándose de una acción que
destila sensibilidad y buena intención, no parece que la situación de los
receptores invite o deje demasiado espacio para la felicidad. En realidad,
más que un sentimiento de complacencia interior por el grano de arena aportado,
lo que provoca la injusta y deshumanizada realidad social en la que se ven
envueltos millones de personas a lo largo y ancho del planeta, es
pesadumbre e indignación. Es indiscutible que la aportación y cooperación de
las personas y organizaciones no gubernamentales limita o disminuye las
dimensiones del sufrimiento, sin embargo, para que la penuria colectiva no sea
algo sostenible y perenne es necesaria la confección y puesta en práctica de
sinceras medidas políticas. Por la experiencia obtenida a través de los
siglos, parece evidente que la caridad no es capaz de romper el blindaje de la
irracionalidad, la indolencia y la codicia.