Hace unos días, escuché en la radio una denuncia sobre los perros de caza que son abandonados o
maltratados de manera despiadada hasta la muerte, una atenta manera de agradecer y compensar los
servicios prestados, la última muestra de respeto y cariño de los dueños por
los paseos y fatigas compartidas en el
campo. Cuando los animales dejan de ser productivos, se convierten en un
estorbo carente de valor.
El año pasado, el Fondo Mundial Internacional (FMI) advirtió del gasto
y riesgo financiero que supone el aumento de la longevidad, apremiando a los
gobiernos a subir la edad de jubilación, pero, curiosamente, la tendencia es
considerar a las personas como una carga laboral a partir de los cuarenta. Recientemente, parece que el ministro japonés
de Finanzas no se anduvo por las ramas y exhorto a los viejos a morir con
presteza, a dejarse ya de tanta reanimación y tratamientos costosos, que la
historia no tiene cuenta. ¿Esfuerzo o solidaridad social para mantener a seres
económicamente infecundos? ¡Hombre, por favor!,
eso ahora no se lleva.
Ya se irá viendo si hay opciones de reutilizar o reciclar a bajo coste el material humano, algún provecho
habrá de sacarse, ¿no?