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Hace ya tiempo que decidimos instalar un antivirus de pago en los
aparatos utilizados en casa, el cual renovamos con una periodicidad anual tras
adquirirlo donde consideramos más conveniente. Hasta el momento todo se había
desarrollado de manera normal, es decir, sin sustos ni sobresaltos y sin trampa
ni cartón, pero como las cosas cambian y, lamentablemente, no siempre para
mejorar la situación.
La compra del antivirus en 2017 fue realizada a través de Internet con
tarjeta de crédito, dando paso a la descarga online (ahora, en muchos casos no
se proporciona un disco físico con el programa, sino un código de acceso para
bajarlo desde Web o la página electrónica del fabricante) del mismo sin
problema alguno, procediendo al finalizar esta a marcar la casilla que
declina la renovación automática del producto un mes antes de finalizar la
licencia. Pues bien, estos días hemos comprobado que la opción elegida el
año pasado sin una gota de alcohol en el cuerpo no ha sido tenida en
cuenta, dando lugar a la renovación automática y, obviamente, al cobro del
antivirus. En definitiva, un pasaje involuntario para la innovadora atracción
generadora de asombro, mosqueo, desconfianza e inseguridad como ciudadano y
consumidor.