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Atendiendo a los datos
publicados por el Observatorio
del suicidio en España, resulta que la suma de las personas que perdieron la
vida en 2016 como consecuencia de los accidentes de tráfico, las intoxicaciones
por psicofármacos y drogas, las agresiones físicas, los incendios, las
complicaciones surgidas en la atención médica y quirúrgica y los
envenenamientos accidentales, ofrece un resultado casi idéntico al derivado de
los suicidios y las lesiones autoinfligidas , que alcanzó la cifra de 3.569
muertes.
Llama la atención que semejante problema de salud pública
permanezca prácticamente huérfano de atención política, mediática y social,
¿será por lo que pueda encontrarse al escarbar? Qué lleva a
quitarse la vida, ¿el sufrimiento o la felicidad? Y qué circunstancias conducen
a un túnel de padecimiento sin salidas de emergencia, ¿la esperanza o la
frustración?
Sería
una ingenuidad pensar que el establecimiento de un plan de prevención del
suicidio, tal como ha anunciado la ministra de Sanidad, va a poner fin a
semejante problemática, pero qué debe hacerse para tratar de disminuir el
tamaño y la profundidad de su huella, ¿continuar desviando la mirada?