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De la misma manera que considero desacertado e injusto extender el
manto de la desconfianza sobre el conjunto de personas que tienen
responsabilidades e implicaciones directas en la actividad política,
tampoco parece afortunado que desde el terreno político se señale con el
dedo estigmatizador y condenatorio hacia toda una comunidad de individuos
por aspectos como la etnia o el país de origen. Con el
estruendo causado por las explosiones de corrupción y fraude
democrático que, con intensidad e insistencia, están teniendo lugar en las
estancias de nuestras instituciones y cuyo eco mediático traspasa fronteras,
¿sería cabal que los miles de compatriotas residentes en el extranjero (un número
que lamentablemente aumenta a diario) fueran objeto de recelo y marcados con el
sambenito de la sospecha perenne? Es una pena, además de un desatino,
hacer de la política una herramienta generadora de problemas y no de
soluciones. La calidad humana no guarda relación con los rasgos físicos
ni el pasaporte, sino con las acciones y comportamientos. Y, ante la
magnitud de indecencia endógena que está aflorando en el patio español, puede
decirse que muchos conciudadanos no están facultados para impartir lecciones
de responsabilidad, civismo y compromiso social a la mayor parte de los
inmigrantes.