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Hace unos días, dando un paseo
por un parque del barrio presencié una escena que evidencia la confusión
existente respecto a la utilización de los espacios públicos. Un grupo de
chicas sentadas en el césped charlaban de manera animada en una
zona donde los perros pueden estar sueltos, cuando una señora se
acerca a éstas y les sugiere irse a otro lugar alejado de los animales. Con
respeto, una de las jóvenes responde que no consideran tal opción, pues estaban
allí antes de su llegada, no creían estar causando molestias a nadie y tampoco
tenían inconveniente alguno por la presencia y el acercamiento de los canes. Un
señor que se encontraba a unos pasos se aproxima y, con gesto y tono adusto,
muestra su alianza con la propietaria de la mascota, aunque, para
decepción de ambos, el refuerzo de la posición y la insistencia en la
propuesta no arrojaron el resultado esperado, pues otra de las adolescentes
intervino con moderación, soltura, brevedad y nitidez a fin de exponer
algunas razones que cerraron la puerta de la controversia con suavidad y
firmeza. Habló de la propiedad del parque, de los derechos y deberes de
quienes compartían aquel entorno, del pago de impuestos y de gastos
municipales.