Desde que nací, allá por la década de
los 60, he tenido la fortuna de asistir y palpar una época de extensión y
progreso del bienestar de la mayor parte de la población española, dejando
atrás una densa estela de sufrimiento, dureza y dificultad que oscureció la
atmósfera de distintas generaciones.
Aunque resulte paradójico y bastante
decepcionante, puede decirse que en la adolescencia veía la vida en color
y la televisión en blanco y negro, y en la madurez vislumbro un futuro en tonos
grises en un entorno saturado de pantallas y monitores de alta definición. Sin
embargo, mostrar resignación ante los graves desequilibrios sociales
existentes, renunciar a corregir errores y despropósitos, así como condenar el
ejercicio de la autocrítica al ostracismo, no ha sido la actitud tomada por
quienes trabajaron para dejar en nuestras manos un mundo más decente.
Las condiciones de vida de la
ciudadanía deben tomar una dirección distinta a la actual, pues no
se trata tanto de carencia o escasez de recursos, sino de aportar racionalidad,
sensibilidad, empatía y compromiso a la hora de llevar a cabo la redistribución
de los mismos.