Nunca vi el rostro o estuve en
manos del coco ni del hombre del saco, figuras inquietantes a las
que aludían nuestros padres cuando éramos pequeños para introducirnos el miedo
en el cuerpo, para reconvenir y advertir acerca de comportamientos
molestos, inapropiados o con tintes antisociales. Pasadas cuatro décadas, los
medios de comunicación nos recuerdan a diario la amenazadora presencia de un
monstruo que, de manera voraz, implacable y apresurada, va metiendo
en el saco los alimentos de cada vez más niños, la pensión de millones de
personas que trabajaron duro a lo largo de años, la calidad sanitaria y
educativa, el empleo en condiciones dignas, los servicios sociales,
la emancipación e ilusión de la juventud y la esperanza de los adultos. Le
llaman prima de riesgo y dicen que actúa para infundir sensatez y
moderación, que castiga a las naciones cigarras irresponsables y
derrochadoras, pero, en realidad, los azotes del ogro se concentran
con mayor intensidad sobre las espaldas de las hormigas trabajadoras, hurtando
la prosperidad y el bienestar del hormiguero en beneficio propio.