martes, 8 de mayo de 2012

Obesidad y delgadez extrema

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En previsión del ahorro energético, en el año 2011, el gobierno anterior tomó la decisión de reducir a 110 km/h la velocidad máxima en las autovías y autopistas. La medida generó bastante debate público y político, resultó estéril como remedio que frenara o minimizara el avance de la crisis y fue anulada pasados unos meses.
Dada la evolución del coste de los combustibles, así como la del poder adquisitivo de la mayor parte de los ciudadanos, en el caso de establecerse peajes para circular por la red de vías rápidas del territorio nacional, la velocidad media de los vehículos bajará sin recurrir a limitaciones extraordinarias, pues habrá millones de conductores que tendrán que volver a rodar por las carreteras nacionales y comarcales (de doble sentido de circulación), en las que, por cierto, tienen lugar el 75% de los accidentes mortales. ¿En qué grado puede elevarse la tragedia? ¿Cuántas personas se verán obligadas a dejar de usar estas vías en sus traslados diarios hacia los centros o lugares de trabajo? ¿Cómo afectará a la fluidez del tráfico y a la contaminación ambiental (acústica y del aire) de pueblos y zonas urbanas que hasta ahora son bordeadas al circular por las rondas exteriores? ¿Qué impacto llegará a tener en los precios de actividades y artículos? A primera vista, no parece ser una acción que favorezca la productividad y competitividad de los negocios ni que aporte beneficio a la economía de las familias, pues, por un lado, aumentan los costes derivados de los desplazamientos, con la repercusión que ello tiene en las maltrechas cuentas de gran parte de autónomos y empresas, así como en el bolsillo del cliente que, con probabilidad, acabará pagando un mayor importe por la prestación de servicios y adquisición de productos. Y, por otro, la no utilización de vías rápidas supone una disminución del rendimiento, una pérdida de tiempo efectivo de trabajo.
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