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Tal como dicta el
sentido común, parece improbable que a las víctimas de un fraude, asalto o robo
se les pase por la cabeza dejar la administración de sus bienes en manos
del protagonista de la apropiación de lo ajeno. Sería toda una noticia que un
joyero contratara como agente de seguridad y confiara la combinación de la caja
fuerte al asaltante que le ha limpiado las estanterías. En cambio, la realidad
señala que, cuando se trata de la gestión del dinero pagado por los
contribuyentes a las Administraciones vía impuestos, el nivel de reprobación y
exigencia social ante el desfalco de las arcas públicas baja de manera
considerable. Solo hace falta echar mano de la repetida, desafortunada e
incierta frase "todos son iguales y acaban haciendo lo mismo"
para continuar haciendo uso de la aceitera que aporta lubricante al
mecanismo de la deshonestidad política, la erosión ética de las
instituciones y la merma del desarrollo colectivo. ¡Cuánta distancia entre
países de un mismo continente!