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Hay argumentos de sobra justificados para criticar y oponerse a la
corrupción, al derroche de los bienes
públicos, al clientelismo parasitario y estéril, a la explotación de las
personas en cualquiera de sus vertientes o modalidades, a la pobreza social en un entorno de
abundancia, a la marginación y hostilidad racial o a la pederastia. En cambio,
no acabo de encontrar razones ni refugio moral para juzgar y descalificar a los
demás por su orientación sexual, por
decidir si vivir con la pareja dentro del
matrimonio o fuera de este, por sus gustos sexuales (obviamente, siempre
que los mismos no supongan una violación de la voluntad y los derechos ajenos),
por practicar la masturbación o por utilizar
métodos anticonceptivos al objeto de evitar enfermedades y embarazos no
deseados. En cuestiones relacionadas con
las libertades y opciones individuales
(sin confundir con libertinaje), tal como corresponde a la esfera de la
sexualidad, ¿es apropiado introducir las
narices? Y, ¿qué beneficio social aporta
la estimulación de las glándulas segregadoras de la intransigencia, el rechazo e
incluso la hostilidad hacia las preferencias y vivencias ajenas circunscritas al
terreno de la intimidad personal? Las
manchas de los prejuicios en el parabrisas pueden distorsionar y ofrecer una
imagen sucia del paisaje.