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Hace unos días escuchaba una tertulia en la radio donde profesionales
relacionados con la docencia comentaban que, debido a las delicadas
circunstancias de un buen número de familias, cada día hay más adolescentes que
contemplan la opción de no continuar con los estudios para intentar obtener
algo de dinero con el que poder contribuir a la economía de subsistencia de sus
hogares. Es decir, abortos del desarrollo formativo por falta de
oportunidades, limitación de las capacidades y proyecciones individuales
y, en consecuencia, también del progreso colectivo. Personalmente, conozco a
una responsable estudiante de medicina que, con motivo de la frágil situación
monetaria existente en su casa, lleva tres años sometida a la angustiosa
presión que genera la posibilidad de quedar sin beca de desplazamiento y
manutención en el caso de resbalar en un curso y tener una nota media inferior
al 6,5. Abandono involuntario, precariedad estresante y empuje
migratorio, tres ingredientes “estimulantes y esperanzadores” que parecen
estar presentes en la vida de cada vez más jóvenes.