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Aun sin albergar dudas respecto al valor y la importancia
que tienen los debates preelectorales, da la impresión de que las expectativas
depositadas en torno a los mismos están sobredimensionadas. Por un lado, en
buena medida suelen ser formatos que discurren en ausencia de la incomodidad
generada por ciudadanos y periodistas al preguntar y poner sobre la mesa
cuestiones con aristas, exentas del confort que ofrecen los revestimientos a
base de material viscoelástico; y por otro, tienden a adoptar predecibles
posiciones de enroques y ataques partidistas que guardan escasa relación con la
solución de las materias que dificultan la vida de un caudal creciente de
ciudadanos. Sería estupendo que el crecimiento del Estado de Bienestar fuera
directamente proporcional al número de debates televisivos celebrados entre
líderes y candidatos políticos durante las campañas electorales, pero la
realidad constata que la desigualdad y precariedad social también está al alza
en naciones donde estos actos son una práctica habitual desde hace décadas. No
sobran debates, aunque parece que debería concederse mayor
relevancia a lo cuantitativo que a lo cualitativo
y, cómo no, que las palabras y promesas no tomen una dirección divergente o
contraria a la de los hechos.