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Del mismo modo que resulta aventurado realizar planes personales a años
vista, vivimos tiempos en los que hacer previsiones sobre la evolución de la
economía nacional, continental o mundial a largo plazo, no parece
ser una tarea exenta de riesgos. Y, a corto plazo, al menos en estos últimos
años, tampoco puede decirse que los pronósticos hayan sido demasiado
acertados. Al leer que la Organización Meteorológica Mundial (OMM)
alerta sobre la concentración de gases causantes del efecto invernadero, que
alcanzó su nivel máximo en 2013 y que, probable y lamentablemente, continuará
en ascenso, uno se pregunta si quienes hacen números
macroeconómicos tienen presentes las consecuencias derivadas de un cambio
climático acelerado por una actividad humana descontrolada y con mirada de
corto alcance. Podría materializarse el dicho de “mucho nadar para morir en la
orilla”. Siendo preocupante e imprevisible la incidencia que los efectos
meteorológicos pudieran en la economía, tampoco debería soslayarse el
impacto en materias como el equilibrio de los ecosistemas, la agricultura, la
subida del nivel del mar o las reservas de agua dulce, pues son cuestiones con
influencia en el bienestar social y la convivencia. Con más población y menos
recursos y lugares habitables, el lío parece asegurado.