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Reconocimientos como el Premio Nobel de la Paz
y el Premio Princesa de Asturias de la Concordia destacan, desde los años 1901
y 1986 respectivamente, la contribución de personas e instituciones en favor de
la fraternidad entre los países, la erradicación o disminución de los
ejércitos, el entendimiento y la convivencia en paz de los pueblos, la libertad
y el respeto a los derechos humanos o el progreso y el bienestar de la
ciudadanía. Sin embargo, parece ser que la elevada densidad ética de los
valores premiados a lo largo del tiempo tiene enormes dificultades para
penetrar y fluir por la superficie prefabricada de la codicia, la crueldad, la
intolerancia, el enfrentamiento, la desigualdad y la indiferencia. Y, por
desgracia, la realidad global no invita precisamente al optimismo.